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Inventando.

Un espacio para contar historias

¡Callate!

  • Foto del escritor: Maki
    Maki
  • 18 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

Mi generación no tuvo voz. Me refiero a las mujeres de mi generación. Nacer blanco, rico y con privilegios en un país con enorme injusticia social y racial, y educación de tercer grado para una gran mayoría, daba indudables ventajas siempre y cuando fueras hombre.

Siendo mujer esas ventajas no me dieron opciones, sino lo contrario, me encerraron dentro de una jaula de oro. Ya sé: suena a clisé.


Encontrar mi voz me tomó todos estos años y recibí un montón de portazos en las narices antes de atreverme a usarla.


Hoy pareciera ser algo que sucedió hace muchísimo tiempo pero fue solo en el curso de una vida, la mía, que las cosas cambiaron. Yo era una buena estudiante, mejor dicho era una estudiante apasionado. Ingresé a una buena universidad. Aprendía, prosperaba, fascinada por los descubrimientos devoraba todo lo que me enseñaban. Después de dos años y faltando dos más, mi padre me dijo, “Suficiente estudios. Regresas a casa”.

No fui la única. No recuerdo ninguna compañera de mi infancia que obtuviera un título. Una amiga que tenía unos quince años menos logró ingresar. Su padre rompió la carta de aceptación de la universidad y en vez la mandó a una academia de taqui-mecanografía “Para que fuera su secretaria”. Sin conocimientos, sin herramientas era imposible ingresar al mundo laboral a un nivel competitivo, adquirir independencia financiera, tener influencia y a la postre poder. La única forma de cobrar vigencia o relevancia era a través de un matrimonio exitoso, con hijos, y si posible feliz. Se podía trabajar en obras de caridad pero no en un trabajo remunerado porque “le estás quitando la oportunidad a alguien que lo necesita de verdad”. Así, tal cual.


(Soy discutidora por naturaleza. Cuestiono todo por principio; el resultado de una educación laica. Disfruto un argumento robusto donde prime la razón y la ética; hubiera sido un estupendo abogado. Tengo enorme debilidad por el buen diseño de cualquier época; hubiera podido ser un buen arquitecto. En vez con un diploma de dos años que solo me permitía enseñar, fui una pésima profesora. Que apenas tuviera veinte años y la mayoría de mis alumnos pasaran de los cuarenta –era una escuela nocturna- y me tenían aterrada lo explica solo en parte.

Lectora insaciable descubrí que para escribir no se necesitaba un diploma; empecé a escribir y en el proceso me enamoré y encontré mi vocación).


Mirando hacia atrás lo más notable era que todos, incluyendo a las mujeres, pensaban que el orden mundial -o local- estaba en su sitio y muy bien así. En años posteriores cuando he tocado el tema con amigas invariablemente se ponen a la defensiva y sostienen que no estaban para nada oprimidas, o sea estaban sin opciones pero contentas. En realidad aun hoy con hijas y nietas graduándose de profesionales la mayoría no piensa que no tuvieron las oportunidades que se merecían y no creen que esa forma de vida era parte de un sistema de control.

Yo sí. Yo todavía estoy en la lucha.

Hace poco conversando sobre un tema de actualidad que apoyo fui advertida que más valía que no apoyara nada, “Viniendo de ti, alguien de un entorno privilegiado y percibida como frívola, harías más daño que bien”.


Veinticuatro años de columnista y tres libros publicados y la recomendación sigue siendo: “cállate”. Yo no puedo callar, ni cambiar de color o de raza ni donde nací y la idea que exista una percepción que me descalifica de arranque va contra todo que creo. Silenciar una opinión venga de donde venga es contraproducente, empobrece el debate y es prueba que seguimos acomplejados, atrapados en un sistema arcaico con respecto del mundo donde prima el discurso libre.


Hace un par de años escribí una autobiografía, la primera autobiografía escrita por una peruana. La editorial que publicó mis libros anteriores me pidió ver el manuscrito. Otras dos editoriales también. Se los envié y las tres lo rechazaron. “Nos gustó mucho pero tenemos miedo que esto pueda traernos represalias de parte de las personas que mencionas” (no lo dijeron así, verbatim, pero el mensaje estaba clarísimo).

Me quedé de una pieza. Me pinchaban y no me sacaban sangre.

El mundo editorial anglosajón o francés mata por tener un libro que rompa esquemas y si además cuestiona el poder, mejor. Eso hace de la literatura no solo un placer sino una aventura en la exploración de la verdad y hace grandes a los editores que la acompañan.


En 50 años quizás algún esforzado estudiante de sociología se tope con un ejemplar de mi libro.


“¿Qué tal es?”


“Mira, no es tan malo”


“¿Quién lo escribió?”


“Ni idea ”.



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