Pequeñas bondades
- Maki
- 31 ene 2021
- 4 Min. de lectura

En tiempos de pandemia un gesto de bondad puede cambiarte la vida.
Durante mi último viaje entre casa y casa, de Lima a la Patagonia, en pleno estrés de viajar en pandemia (el estrés pre-Covid es como una chancleta vieja en comparación) una vez más me sorprendió la bondad de los desconocidos*; la bondad normal, esa, se está quedando sin brillo.
En tiempos pasados vivía despreocupada no cuestionaba nada; tomaba lo bueno como si lo mereciera. En pandemia las pequeñas bondades se ven en primer plano con una claridad pasmosa.
Lo mismo que a mediados de octubre a mi amable esposo y a mí se nos terminó la conversación; si ahora descubrimos una novedad no la dejamos escapar y la estiramos a ver si alcanza para la hora de almuerzo.
El pasado fue distinto.

A la semana de llegar a Nueva York para empezar un nuevo capítulo en mi vida –voy por el capítulo 9, mi vida está oficialmente “en tránsito”- y mientras almorzaba un arroz chaufa en el patio de comidas de las Torres Gemelas me robaron la cartera.
Mi vida entera estaba adentro.
Pasaportes, Seguro Social, chequera, tarjetas de crédito, llaves y toda mi plata. Acababa de llegar, no conocía a nadie y me quedé sin nada. Vino un policía gigante, no pudo encontrar al ladrón, me le colgué del cuello y le empapé la solapa. En eso un señor mayor se acercó y me dio un dólar: “Para que pueda tomar el subway a su casa”.*

Meses más tarde llevé a mi hijo al aeropuerto de una isla del Caribe para que volviera al colegio donde vivía su papá. Estábamos hospedados con amigos y tenía poco dinero. Suficiente para pagar el taxi solo de ida, pero el recorrido me había parecido corto y decidí volver a pié. Esperé en el borde de la pista hasta que despegó su avión y me eché a andar.
La noche cayó de golpe como sucede en el trópico y me encontré sola en una carretera oscura como una boca de lobo. “Oh shit”. No quedaba otra.
A mitad de camino apareció un coche y ofreció llevarme. La isla no era segura y dudé, pero la alternativa se veía francamente peor. El tipo resultó impecable. Me depositó en la casa y solo aceptó las gracias.

Me acababa de mudar a Ginebra siguiendo la promesa de un trabajo pactado que se esfumó. Empecé a ver qué hacer para ganarme la vida y decidí abrir una tienda. Encontré un súper local y ofrecí comprar el traspaso. El único tema es que no tenía cómo. Pedí prestado a familia y conocidos pero el día de la firma me faltaba casi la mitad. Muerta de vergüenza y de pena decidí igual ir a la reunión.
En la parada del autobús me encontré con un tipo que había conocido hacía poco. Solo sabía que era banquero, que estaba quebrado y andaba escapando de los acreedores. Casi yo. Me preguntó adónde iba y me invitó un café. “Muerta por mil, muerta por mil quinientos” pensé, y le conté lo que me pasaba, “No me importa decírtelo porque sé que estás igual de quebrado que yo”. Sonrió y me dijo “Si. Pero no tanto que no pueda ayudarte”**.
Allí mismo sacó su chequera me escribió un cheque. Solo aceptó las gracias. Seis meses después le devolví su plata.

Volviendo al viaje de ahora y la carrera de obstáculos del nuevo pre-embarque en la era del Covid. Test PCR 72 horas antes, ni antes ni después. Llenar el certificado de salud on-line. Sistema no acepta –o no le gusta- mi nombre. Inútil. Trato con acentos sin acentos, abreviado: nada. Paciencia. Para los incompetentes que pasan de 60 queda poder llenarlo a mano. Así por lo menos prometen.
Con la adrenalina a tope llego al aeropuerto donde me doy cuenta que en la angustia me olvidé el carry-on. Chofer recursivo ofrece salir disparado a buscarlo a mi casa -allí entiendo porque piden 3 horas antes: es para gente como yo. Lo de llenar manual era un cuento.
En el mostrador un ángel disfrazado de agente trata de ayudarme. Inútil. A estas alturas mi presión ronda por el barrio del ACV. Revengo a Tabatha, quién a la idea que me voy a morir sobre su mostrador, le salen alas. Sube a las oficinas y una hora después baja con todo lleno, al preciso instante que llega la maleta y agarro el vuelo con las justas.


Soy la única pasajera a bordo.
La azafata Pierina me trae un sándwich misterioso, un magro sustento para cinco horas de vuelo. Y esto en Premium porque la Business ya fue. Exploro desconfiada el pan y me resigno a ayunar con 5 horas de Netflix descargadas en mi celular porque el entretenimiento a bordo se fue al mismo lugar de la comida caliente.


Antes de llegar a Pierina le crecen sus propias alas y me propone una bandeja de almuerzo “igual a la del capitán”. Pequeñas bondades así te arreglan cualquier viaje.
* “Un tranvía llamado deseo” (Tennessee Williams, 1947).
** No es lo mismo un suizo quebrado que un peruano misio.
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