¡Ampay! ¡Me salvo!
- Maki
- 17 ene 2021
- 3 Min. de lectura

Solo van dos semanas del nuevo año y ya estoy extrañando el 2020. Los primeros días no han dado descanso y si nunca más vuelvo a escuchar las palabras Covid o Trump –no necesariamente en ese orden- seré feliz.
Tengo un irresistible deseo hacer como los niños jugando a las escondidas: correr a un lugar seguro, tocar, y gritar ¡Ampay! ¡Me salvo!
Quiero ponerme a salvo de la peste y de los apestados, de la enfermedad invisible que trae la muerte y de las hordas extremadamente visibles que quieren acabar con la vida civilizada. Nos hemos tardado siglos en construir defensas que nos impidan rodar al abismo y reemplazar el palo y la espada por el debate y la razón para que ahora se nos vaya todo al diablo.

Después de la Segunda Guerra Mundial las naciones antepusieron los candados de la democracia a los excesos de la barbarie y los EE UU le dijo al mundo: “¡Hagan como nosotros! ¡A portarse bien, chicos!” Y todos en fila.
Ahora el país de Jefferson, Lincoln y Kennedy actúa como los Balcanes y los bárbaros ya no están en las puertas, sino dentro de la ciudadela, llamada Capitolio.

Culpa hay para repartir porque la sociedad se destruye siempre desde adentro y la actual sociedad norteamericana, que alienta la codicia y coloca la plata por encima de todo, se ha dado un tortazo descomunal.
¿Que esperaban si los realities invaden las señales del cable, si las multimillonarias de 20 años venden humo –o crema para tener los labios inflados como Jessica Rabbit- a gente rica o tonta, o rica y tonta? ¿Que pedir si en la casa del primer mandatario nunca sonó un piano nunca se escuchó un aria ni se vio pasar un artista? ¿Qué pensar de un gobierno que se definió por jugar (mal) al golf y por las chaquetas de 50 mil dólares, algunas con leyendas como: “A mí me importa un bledo. ¿Y a ti?”?
Que nos íbamos al barranco, pues.

No solo los gobiernos andan sin brújula -el Perú es el mejor-mal ejemplo- o con la brújula dislocada.
Hace tiempo que la televisión basura convirtió al inocente ampay de los chicos en shaming el rey de los ratings y el arma preferida de las presentadoras impresentables para destruir la vida de los más o menos famosos. Vedettes, políticos, actores, modelos, futbolistas, cualquiera que pasara por allí siempre y cuando viniera envuelto en sexo.
El ampay peruano está también en los diarios.
Un reputado columnista utilizó su alter ego para hacer un shaming de corte ajuste de cuentas familiar. Usando nombres que todos los del Lima Golf y Eisha reconocen –en el resto del Perú ni idea- ventiló la vida privada de su ex suegra, de su ex mujer, de su ex cuñada y de su ex cuñado. Según su relato todas ellas casadas con gays, menos el último -ese es gay de motu proprio- y todos en el closet.
El columnista a menudo nos ha recordado que él es bisexual, con épocas más o menos gay, según. En cambio los personajes del cuento de supuesta ficción son gays que no quieren salir del closet. ¿Y qué?
En sociedades evolucionadas donde cada uno hace lo que le da la gana con su cuerpecito, y a nadie le importa un bledo, la vida es más llevadera y divertida. Me recuerda al cuento de la hija natural de Mitterrand antiguo presidente de Francia –un país cuya cultura tolera bien nuestras pequeñas debilidades. El papá la tenía guardada en secreto. Hasta que un día Paris-Match, respetuosamente le preguntó si era verdad lo de su hija y Mitterrand escuetamente contestó: “Si. Tengo una hija, ¿y qué?”.
La gente no se define por ser gay o ser straight –una idea tan siglo XX. Tampoco por si es bisexual y navega feliz a vela y a vapor dentro del closet o si ya salió. Al final del día es más grave ser aburrido. El columnista hizo “outing” un invento de gringos reprimidos -en Inglaterra el tema se cerró en 1900 con Oscar Wilde- con el corolario que puede terminar en tragedia porque el “outed”, que perdió su jardín secreto y no se atreve a mirar a su papá, se suicida.


En estos tiempos duros de pandemia es importante tener un lugar seguro, un “ampay, me salvo”.
Después de 10 meses de empacho de Netflix volví a encontrarme con los libros que me esperaban pacientes en la estantería. Releí a Julian Barnes y su prosa luminosa, a Joan Didion y sus relatos filudos como una daga enterrada; descubrí a Elizabeth Taylor –la otra Elizabeth Taylor- “sofisticada, inteligente y brillantemente divertida, con el tipo de ingenio desnudo raro en una mujer”.

Así escribo yo cuando sueño.
Mientras leo el tercer Taylor comprendo que su libro no solo me saca de la realidad sino que regala un ¡Ampay, me salvo!

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